Romance A Dafne, en sus días



Romance
A Dafne, en sus días
A aquella airosa andaluza
que en las riberas de Cádiz
es, por lo negra y lo hermosa,
la esposa de los cantares;


a la que en el mar nacida
la embebió el mar de sus sales,
cada ademán una gracia,
cada palabra un donaire;

ve volando, pensamiento,
y al besar los pies de Dafne,
dila que vas en mi nombre
a tributarle homenajes.

Hoy son sus alegres días;
mira cuál todo la aplaude;
menos fuego el sol despide,
más fresco respira el aire.

Los jazmines en guirnaldas
sobre su frente se esparcen;
los claveles en su pecho
dan esencias más suaves.

Y ya que yo, sumergido
en el horror de esta cárcel,
ni aun en pensamiento puedo
alzar la vista a su imagen,

rompe tú aquestas prisiones
y vuela allá a recrearte
en el raudal halagüeño
de su sabroso lenguaje.

Verás andar los amores
como traviesos enjambres,
ya trepando por sus brazos,
ya escondiéndose en su talle,

ya subiendo a su garganta
para de allí despeñarse
a los orbes deliciosos
de su seno palpitante.

Mas cuando tanto atractivo
a tu placer contemplares,
guárdate bien, no te ciegues
y sin remedio te abrases.

Acuérdate que en el mundo
los bienes van con los males,
las rosas tienen espinas
y las auroras celajes.

Vistiola, al nacer, el cielo
de aquella gracia inefable
que embelesa los sentidos
y avasalla libertades.

Los ojos que destinados
al Dios de amor fueron antes,
para que en vez de saetas
los corazones flechase,

a esa homicida se dieron
negros, bellos, centellantes,
a convertir en cenizas
cuanto con ellos alcance.

Y cuentan que Amor entonces
dijo picado a su madre:
«pues esos ojos me ciegan,
yo quiero ciego quedarme.

»Venza ella al sol con sus rayos;
pero también se adelante
en su mudanza a los vientos,
en su inconstancia a los mares».

Y fue así. Las ondas leves
que van de margen en margen,
los céfiros que volando
de flor en flor se distraen,

no más inciertos se miran
en sus dulces juegos, Dafne,
que tú engañosa envenenas
con tus halagos fugaces.

Dime, ¿aún se pinta el agrado
en tu risueño semblante,
y respiran tus miradas
aquella piedad suave

para con ceño y capricho
desvanecerla al instante,
trocar la risa en desvío
y el agasajo en desaires?

Y dime, a los que asesinas
con tan alevosas artes,
¿los obligas aún, cruel,
a consumirse y que callen?

Mas no importa: que padezcan
los que en tu lumbre se abrasen;
que tú, con sólo mirarlos,
harto felices los haces.

Yo también, a no decirme
la razón que ya era tarde,
y a presumir en mis votos
el bello don de agradarte,

te idolatrara, tú fueras
la mayor de mis deidades.
¿Pero quién es el que amando
no anhela porque le amen?

De amigo, pues, con el nombre
fue forzoso contentarme;
pero de aquellos amigos
que en celo y fe son amantes...

Basta, pensamiento; vuelve,
vuelve ya de tu mensaje,
y una sonrisa a lo menos
para consolarme trae.


Manuel José Quintana
16 de Julio de 1815


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